Gabriela era increíblemente egoísta. Todo era ella y nada más. Sólo hablaba de sí misma, no compartía, no regalaba. Era cleptomana y muy mentirosa.
Una tarde que parecía como las anteriores, Gabriela encuentró una caja de bombones en un escritorio que no era el suyo. Vio que en la oficina no quedaba nadie y, con una destreza adquirida con los años, se escondió la caja entre las ropas y se fue a su casa. Allí, se devoró todos los bombones casi sin masticar y se durmió sin remordimientos.
A la mañana siguiente, Gabriela llegó a la oficina pálida, desmejorada, sudando frío. Vio las risas burlonas de sus compañeros, y entendió que su robo de ayer fue una trampa. Uno a uno fueron entregandole a ella una mirada de satisfacción por su sufrimiento, hasta que cayó de rodillas y empezó a vómitar.
Mientras Gabriela lanzaba chocolates a medio digerir y masticar, las risas se intensificaban. La venganza había sido tomada y la lección aprendida.
De repente, todos dejaron de reír y un silencio incrédulo los invadió. Gabriela había dejado de vómitar, pero estaba juntando todos los restos que estaban en el suelo. Se incorporó, tambaleando. Con un puñado de chocolates en la mano, miró a un compañero que está enfrente de ella, atónito. Gabriela puso los chocolates detrás de su espalda y dijo:
"Qué? no te voy a convidar después eh! Son míos!"
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