19 sept 2010

Leyenda urbana

(Esto le pasó a un amigo de un amigo del primo del sobrino del abuelo del jardinero de la chica que vivía en el departamento "C" de la calle Uruguay en el Barrio de Bernal cuando tenía 3 años)


Emiliano no tenía suerte con las mujeres. Ha sido rechazado tantas veces que ya no le molestaba que le digan que no a cualquier cosa. A sus 33 años era virgen. Pero tan virgen que ni un beso le regalaron. Aun así era feliz y no dejaba de intentar, de jueves a domingos, rozar algún cuerpo de mujer… pero con su consentimiento.

Hacia salidas maratónicas, en las que de 23 a 07 del otro día se acercaba a todo ser del género femenino con el sólo objetivo de superar su record: “Decir hola, ¿cómo estas? ¿Solita?”. Algunos detalles de Emiliano: grandote (por su rutina diaria en el gimnasio), pelo negro como un casco y es feo. Si. Honestidad ante todo. Es feo y se viste feo y no…. No tiene chance con ninguna hembra, ninguna. Pero su suerte esta a punto de cambiar.

Un jueves mas en su vida (día partuzero por excelencia) encaró para Plaza Serrano. Se tomó el tren Mitre, bajó en Carranza y caminó las 27 cuadras que lo separaban de la noche de su vida. Camisa blanca dentro del pantalón de vestir azul Francia gastado y los zapatos del colegio, era su uniforme de caza. Claramente, nunca fue manchado ni dañado por una presa. Igual, lo tenía bien cuidado. Su secreto es vivir con su madre. Dobló en Borges y compró Beldent menta fuerte para su mal aliento. Si, aparte de feo tiene mal aliento.

Al llegar al bar, se acercó a la barra, pide un Speed (porque el alcohol le cae mal) y meneando la cabeza al ritmo de la música, se apoyó en la barra a mirar sus posibles conquistas, seguros fracasos. Sin embargo esta fue su noche.

La rubia de tez blanca y pechos generosos clavó su mirada celeste en él. Sensualmente atravesó a 12 chicos, a quienes les negó un perreo, sin perder los ojos marrones de Emiliano, que no paraba de alucinar con lo que veía. Piernas macizas y andar felino, se acercó y le dijo que su nombre era Abigail Mulman, que trabajaba con su familia en Once y vivía en Villa Crespo. Le ofreció un trago que él tomo de un sorbo, mostrando ser un campeón. Pero era alcohol que después le iba a pegar. Sin decir más, tomó a Emiliano por el cuello y le regaló un profundo beso. Él no entendió nada, imagino tantas veces este momento que no estaba preparado. Atino a poner la mano derecha en su espalda y ella la empujó hacia su culo parado. El instintivamente apretó y fue lo mas real que cualquier masturbación podría haber recreado. Luego de 5 minutos de pelea de lenguas, ella se tiró para atrás, sonrió y se lo llevó para la calle Honduras.

Entraron a un taxi y ella se abalanzó sobre él, tocando todo con deseo y fuerza. Emiliano se dejó llevar. “Esto es mejor que RedTube”, pensó y se puso a disfrutar de una diosa del placer. El taxista se notaba visiblemente caliente por la situación, aun así, paró en Ravignani y Costa Rica, recibió el pago de Abigail y se fue con la imagen de los pechos apenas saliendo del escote negro. Ya tenía algo para imaginar mientras este con su mujer.

La caliente pareja hizo 30 metros sin dejar de tocarse. Ella no soltaba su cintura ni su cara, él volaba con la mano en sus tetas, como si jugara con plastilina. Entraron tropezando al hotel, el conserje les dio la habitación mas barata y siguió mirando Cinecanal.

Y ahí empezó la noche más maravillosa en la vida de Emiliano.

Después de dos horas, cayó rendido. Nunca supo cómo llegó ahí, cómo la rubia le dio todo sin decir nada. Sus sueños fueron las mismas imágenes que disfrutó despierto. Piel, manos, posiciones, gritos, transpiración. Todo estaba en el aire hasta el instante en que despertó solo en la cama.

Mareado, estiró el brazo buscando un abrazo que nunca llegó. Abrió medianamente los ojos y solo vio la estática de la tele. Recordó la película porno con dos minas y un negro, levantó la cabeza para buscar a su compañera en el cuarto, pero estaba solo. Empezó a estirarse, sonriendo por una noche que no iba a dejar de repetirle a sus amigos. De repente, sintió una puntada en su entrepierna. “Y… por haber garchado como un animal”, se dijo contento. Al mover la frazada, sintió frío y humedad en la zona donde le dolía. Mientras que con una mano tocaba todo lo mojado de su cuerpo, con la otra agarraba una nota que se encontraba en la almohada, escrita con tinta negra. Su piel se erizó al repetir en voz alta la frase plasmada en aquella servilleta del hotel:

“Bienvenido a la comunidad”

El miedo invadió su ser tan rápido que, con violencia, levantó las sábanas para ver que era lo que le ardía intensamente. Se quedó sin habla al ver toda la parte inferior de su cuerpo cubierta de sangre. Intento levantarse, desesperado. No podía pararse, no podía dejar de temblar. Tambaleando, logró salir de la cama y con lágrimas en los ojos llego al baño, donde después de lavarse, después de sacarse toda la sangre que cubría su entrepierna, descubrió lo peor.

Le había cortado el prepucio.

2 sept 2010

Amores que matan nunca mueren


Álvaro baja el vidrio del Peugeot 405, apoya el brazo en la ventana y suspira. Esta parado con su taxi en Av. Guzmán y Federico Lacroze, mirando hacia el cementerio de la Chacarita.
“Tantos años… tantos”, se le escapa de su arrugada boca. Se limpia la mirada con el puño de la camisa azul, pone primera y se acerca al hombre del traje gris que hace 5 minutos le está haciendo señas desde la parada del 78.
“Corrientes y Medrano”, le dice el pasajero antes de terminar de sentarse. Cuando va a apagar el cartel de “Libre”, los ojos de Álvaro se pierden en el espejo retrovisor, con la inmensa puerta del cementerio, lugar que lo cobijó durante muchos años casi rutinariamente. El cierre violento de la puerta lo devuelve al 405. “Deja, la arreglo yo después”, le dice Álvaro en un tono entre jocoso y “te voy a bajar los dientes”.
“Que tiempo loco, no?”, tira el pasajero hacia adelante, esperando una pared que siempre se encuentra en un tachero. “Si”, contesta secamente Álvaro. Detrás de asiento hay una hoja con sus datos, los del auto, la empresa de radio taxi a la que presta ocasionalmente servicio, una señal de “No Fumar” y dos estampitas:  la Virgen del Lujan y el Gauchito Gil. Falta una advertencia: Álvaro no es de esos taxistas que les gusta hablar de cualquier cosa. Él no opina, no comenta. No escucha fútbol, no está con ningún partido político, no escucha a Confessore a las mañanas. No. Álvaro esta contento con su 405, su radio 10 y su almuerzo en la Costanera. No necesita más.
“Antes no era así. A mí no me hacían giratoria la puerta, ni me preguntaban qué me pareció el gol de la fecha. Los llevaba y punto. Si total, era la última vez que los iba a ver”.
La nostalgia siempre viajaba con él. Toda su vida fue chofer, siempre. De chiquito ya llevaba a su hermano Ramón en la bici. A los 13 le robo el auto al padre para dar una vuelta con su novia de ese entonces. El auto terminó con la trompa en la verdulería de enfrente de su casa en Berazategui y Álvaro con el culo lleno de marcas de la hebilla del cinturón del dueño del Escarabajo blanco. Cuando ahorró lo suficiente para dejar de pedir prestado, se sintió completo. El Ford Mercury amarillo con terminaciones plateadas era su devoción. 
Iba para todos lados, pero eso sí, no se le podía hablar mientras manejaba. Álvaro se ponía loco. Es que a él le gusta, desde siempre, el ruido del motor, la aceleración, sentir como fluye la nafta al carburador, el aceite lubricando. Realmente un enamorado. Como lo estaba de su mujer, que lo acompañaba a todos lados.
Álvaro aprovecho su veta ortiva y su gusto por transportar personas que decidió volcarlo en un trabajo: Ser chofer de coche fúnebre. Y lo consiguió. Y su mujer lo apoyó y durante muchos años fue el mejor chofer de coches fúnebres de la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano. Y su mujer orgullosa iba con él, siempre y en silencio.
 “Dejame enfrente de la pizzería”, le ordena el pasajero, luego de 25 cuadras callado. Le da el vuelto y al salir otra vez le da con todo a la puerta. “Como me gustaría llevarte como en mi último trabajo”, refunfuñó Álvaro, mientras guardaba los billetes. Antes de arrancar, ve como un cortejo fúnebre pasa junto a su taxi. Ahí se queda paralizado, aferrado al volante pero sin perder detalles de nada.
“El coche con el cajón… mmm, veo que usaron algarrobo.  Tres autos BMW detrás, entonces era de familia pequeña con plata… pero bastante rata para llamar a esa cochería”. Álvaro sabía, más de treinta años estuvo en el rubro.
Pero todo se le terminó un fatídico 15 de abril. Como era de costumbre, él y su mujer eran la cabecera del cortejo de un muerto por un accidente de trenes. Álvaro sentía cómo fluía el viaje, su mujer sólo estaba sentada a su lado, en silencio como los últimos 29 años y medio. El problema fue cuando, al enterrar el cajón, la mujer de Álvaro jamás salió del coche. Había muerto.
EL 405 dobla por Paso, en Once, y retoma por Av. Córdoba para Palermo. Álvaro mira a su izquierda y en la esquina de Sánchez de Bustamante ve la cochería en la que solía trabajar, la que había contratado por última vez luego de que su esposa falleciera junto a él… y él mismo fuera quien la llevara a su lecho final.
Con la plata de la indemnización por el despido, se compró este taxi y desde entonces no para de recordar cómo hizo para perder las dos cosas que más quería (su trabajo y su mujer) al mismo tiempo, sin dejar de llevar y traer personas a las que sólo les dice “¿hasta donde?” y “¿no tenes cambio?”
Pero lo peor, lo que no lo deja dormir por las noches, lo que lo atormenta y persigue cada instante de su vida, cada vez que mira el asiento del acompañante de su taxi es el resultado de la autopsia de su mujer que le dio el médico forense.
“Señor, su mujer se murió de aburrimiento”