Álvaro baja el vidrio del Peugeot 405, apoya el brazo en la ventana y suspira. Esta parado con su taxi en Av. Guzmán y Federico Lacroze, mirando hacia el cementerio de la Chacarita.
“Tantos años… tantos”, se le escapa de su arrugada boca. Se limpia la mirada con el puño de la camisa azul, pone primera y se acerca al hombre del traje gris que hace 5 minutos le está haciendo señas desde la parada del 78.
“Corrientes y Medrano”, le dice el pasajero antes de terminar de sentarse. Cuando va a apagar el cartel de “Libre”, los ojos de Álvaro se pierden en el espejo retrovisor, con la inmensa puerta del cementerio, lugar que lo cobijó durante muchos años casi rutinariamente. El cierre violento de la puerta lo devuelve al 405. “Deja, la arreglo yo después”, le dice Álvaro en un tono entre jocoso y “te voy a bajar los dientes”.
“Que tiempo loco, no?”, tira el pasajero hacia adelante, esperando una pared que siempre se encuentra en un tachero. “Si”, contesta secamente Álvaro. Detrás de asiento hay una hoja con sus datos, los del auto, la empresa de radio taxi a la que presta ocasionalmente servicio, una señal de “No Fumar” y dos estampitas: la Virgen del Lujan y el Gauchito Gil. Falta una advertencia: Álvaro no es de esos taxistas que les gusta hablar de cualquier cosa. Él no opina, no comenta. No escucha fútbol, no está con ningún partido político, no escucha a Confessore a las mañanas. No. Álvaro esta contento con su 405, su radio 10 y su almuerzo en la Costanera. No necesita más.
“Antes no era así. A mí no me hacían giratoria la puerta, ni me preguntaban qué me pareció el gol de la fecha. Los llevaba y punto. Si total, era la última vez que los iba a ver”.
La nostalgia siempre viajaba con él. Toda su vida fue chofer, siempre. De chiquito ya llevaba a su hermano Ramón en la bici. A los 13 le robo el auto al padre para dar una vuelta con su novia de ese entonces. El auto terminó con la trompa en la verdulería de enfrente de su casa en Berazategui y Álvaro con el culo lleno de marcas de la hebilla del cinturón del dueño del Escarabajo blanco. Cuando ahorró lo suficiente para dejar de pedir prestado, se sintió completo. El Ford Mercury amarillo con terminaciones plateadas era su devoción.
Iba para todos lados, pero eso sí, no se le podía hablar mientras manejaba. Álvaro se ponía loco. Es que a él le gusta, desde siempre, el ruido del motor, la aceleración, sentir como fluye la nafta al carburador, el aceite lubricando. Realmente un enamorado. Como lo estaba de su mujer, que lo acompañaba a todos lados.
Álvaro aprovecho su veta ortiva y su gusto por transportar personas que decidió volcarlo en un trabajo: Ser chofer de coche fúnebre. Y lo consiguió. Y su mujer lo apoyó y durante muchos años fue el mejor chofer de coches fúnebres de la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano. Y su mujer orgullosa iba con él, siempre y en silencio.
“Dejame enfrente de la pizzería”, le ordena el pasajero, luego de 25 cuadras callado. Le da el vuelto y al salir otra vez le da con todo a la puerta. “Como me gustaría llevarte como en mi último trabajo”, refunfuñó Álvaro, mientras guardaba los billetes. Antes de arrancar, ve como un cortejo fúnebre pasa junto a su taxi. Ahí se queda paralizado, aferrado al volante pero sin perder detalles de nada.
“El coche con el cajón… mmm, veo que usaron algarrobo. Tres autos BMW detrás, entonces era de familia pequeña con plata… pero bastante rata para llamar a esa cochería”. Álvaro sabía, más de treinta años estuvo en el rubro.
Pero todo se le terminó un fatídico 15 de abril. Como era de costumbre, él y su mujer eran la cabecera del cortejo de un muerto por un accidente de trenes. Álvaro sentía cómo fluía el viaje, su mujer sólo estaba sentada a su lado, en silencio como los últimos 29 años y medio. El problema fue cuando, al enterrar el cajón, la mujer de Álvaro jamás salió del coche. Había muerto.
EL 405 dobla por Paso, en Once, y retoma por Av. Córdoba para Palermo. Álvaro mira a su izquierda y en la esquina de Sánchez de Bustamante ve la cochería en la que solía trabajar, la que había contratado por última vez luego de que su esposa falleciera junto a él… y él mismo fuera quien la llevara a su lecho final.
Con la plata de la indemnización por el despido, se compró este taxi y desde entonces no para de recordar cómo hizo para perder las dos cosas que más quería (su trabajo y su mujer) al mismo tiempo, sin dejar de llevar y traer personas a las que sólo les dice “¿hasta donde?” y “¿no tenes cambio?”
Pero lo peor, lo que no lo deja dormir por las noches, lo que lo atormenta y persigue cada instante de su vida, cada vez que mira el asiento del acompañante de su taxi es el resultado de la autopsia de su mujer que le dio el médico forense.
“Señor, su mujer se murió de aburrimiento”
Black in Black
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