Uno de los momentos más desgarradores te lo podes encontrar en un hospital público. Acompañaba a una amiga y su madre a la sala de emergencias de un Hospital, de San Martín. Estaba abarrotado de gente, de dolores, de enfermedades.
Apenas si pudo sentarse en algún rincón mientras su mamá buscaba a los gritos un medico. Algo que la ayude con su crónico dolor en la pierna, producto de torpeza y una olla hirviendo. Yo la miraba y la consolaba, pero me dedicaba a observar mi alrededor. Era un lugar triste, no solo por las paredes por caerse ni la luz tenebrosa que apagaba la esperanza de irse temprano, aliviado. O por lo menos con esa sensación.
Llegada la madre, me reemplazó en el otorgamiento de ánimos a la paciente (que de paciente no tenia nada, a esta altura) y me fui a dar una vuelta, tratando de ver que nos separaba de salir de ahí y la queja eterna de un pie hinchado y colorado.
Un hombre con su pareja sostenía a un bebe en sus brazos. Sus ojos mostraban desconcierto, aparentemente no sabía lidiar con la fiebre en su niño de 8 meses. La madre, acariciaba a ambos, cabizbaja. A lo lejos, un nene se veía molesto y saltaba a los gritos.
Mas adelante, un chico de 16 años, claramente borracho, le pedía perdón a sus amigos por hacerlos ir hasta ahí… y por querer levantarse una piba con novio. Visiblemente, todos estaban golpeados, con signos de pelea. Igual, el peor era el más borracho, con una camisa azul decorada con vomito. El nene que no dejaba de gritar estaba más cerca.
Mire para atrás y mi amiga estaba calmada, pero la madre estaba envuelta en una rabia incontrolable. Decía lo que todos allí comentaban: “si pago mis impuestos, porque me tratan así”, “son todos chorros”, “nadie quiere trabajar”, “Pachano es muy ortiva para ser gay”. Una mujer estaba sentada en otro rincón, frío y húmedo. Hablaba sola o estaba rezando. Lo único que entendí es que no volvería a su casa con “hijo de puta violador de su padre”. Su mirada se perdía en un pasillo semi iluminado, donde algún ambo blanco desaparecía. El nene gritón estaba a metros.
Mucha gente si, dolores, enfermedades, estornudos y llantos. Humildes y trabajadores, sin cobertura, pero esperanzados que este prestigioso hospital los sacará de este momento. El nene inquieto seguía moviéndose y haciendo ruido. Reconocí a la madre, que estaba con otro pequeño. Le sostenía una venda en la cabeza, manchada con sangre. El niño continuaba saltando hasta que la madre lo llama de un grito.
-“Matías! Vení para acá!”
-: “buuuuuaaaaaaaaaa”
- “Podes dejarte de romper las pelotas!??. No ves que tu hermano esta mal por tu culpa??”
- “Buaaaaaaaaaaaa”
La madre, cansada agobiada por la noche entre gritos y sangre, saca su último recurso para calmar a Matías.
- “Mati! Mati! Tomá y quedate quieto!”
Matías se acerca, toma el celular de su madre y escucha una canción que lo calma. Deja de gritar, sonríe y levanta los brazos, haciendo como un aleteo y empieza a bailar.
Era el único que estaba alegre entre tanta tristeza.
La música es medicinal. Y calma a las fieras. Mas esa canción, “I Know you want me”, bailado por Ricardo Fort.
Desgarrador.
21 jun 2010
5 jun 2010
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Javier es una leyenda. Las noches están a punto de nombrarlas como él, ya que Javier es la noche. Pecho trabajado, firme como el acero. Una espalda que podría ser una columna de las ruinas griegas. La sonrisa sin problemas enamoraría a Mona Lisa, si ella saliera por Costa Salguero. La mirada penetra hasta la última alma del lugar, y es así como siempre sabe qué decir, cómo decirlo y, principalmente, a quién hacerlo. Sus morochos cabellos brillan creando destellos que iluminan como bola de espejos cada pista de baile. Dicen que no hay hombre que salga que no admire a Javier.
Como todas las noches, salió 2.13 de su depto en Las Cañitas hacia su segundo hogar, las fiestas. Con ropa, claramente de marca, deslumbra a cada paso. Desde la salida de su auto, hasta la puerta del boliche.
Entra como si el fuera el dueño, reparte saludos a gente que no mira y, sin perder la sonrisa, entra a la pista. Una multitud le grita, lo viva, lo aplaude. Javier levanta las manos y la gente estalla. Las mujeres lo tocan, los hombres bajan sus cabezas y ven como el rey de la noche porteña se dirige a su trono: la barra.
La fiesta comenzó, todos vuelven a bailar. Javier encontró al lado de su lugar una rubia preciosa que le da la espalda, una hermosa espalda.
“Esta es la cola que quería hacer… en la barra”, piensa el playboy.
Se le acerca por detrás y se embriaga con el perfume que emana la joven de rizos dorados. Apoya su mano en su hombro y prepara sus armas. La rubia se da vuelta y no sólo la cola estaba buena, sino que acompañaba una buena delantera y unas piernas preciosas. Ni bien terminó el scanner de abajo para arriba, Javier se concentró en su rostro. La cara perfectamente delineada, unos labios carnosos para interminables besos y unos ojos azules profundos completaban la cabeza de esta Barbie. Ese vestido escotado y blanco hacia agradecer a las 50 luces negras que tenia el lugar.
Ella sonríe y le dice un tímido “hola”. Javier apoya su brazo en la barra inclina su cuerpo hacia ella y con una voz seductora le dice:
“Hola… veo que tenes sed, que tomas?”
La rubia rie y juega con su pelo enrulandoselo y con voz juguetona le pide un daikiri de frutilla. Javier, que sabe por demás cómo seguir el juego, asiente con la cabeza. La mira, la observa de una manera tan deseosa que a ella le brillan sus ojos lujuriosos.
Javier llama al barman. Le tira 200 pesos y le dice:
“Para ella, un Daikiri de frutilla…”. Hace una pausa mirándola a los ojos, completamente seguro de si mismo, porque él es Javier, el rey de la noche. Se acerca a sus labios tomándola de la cintura mientras ella se derrite frente a él. Justo antes de humedecer su boca, Javier le saca la cara y le dice al barman:
“… A mi no me haces un licuado de banana? Con leche y azúcar por favor”
Como todas las noches, salió 2.13 de su depto en Las Cañitas hacia su segundo hogar, las fiestas. Con ropa, claramente de marca, deslumbra a cada paso. Desde la salida de su auto, hasta la puerta del boliche.
Entra como si el fuera el dueño, reparte saludos a gente que no mira y, sin perder la sonrisa, entra a la pista. Una multitud le grita, lo viva, lo aplaude. Javier levanta las manos y la gente estalla. Las mujeres lo tocan, los hombres bajan sus cabezas y ven como el rey de la noche porteña se dirige a su trono: la barra.
La fiesta comenzó, todos vuelven a bailar. Javier encontró al lado de su lugar una rubia preciosa que le da la espalda, una hermosa espalda.
“Esta es la cola que quería hacer… en la barra”, piensa el playboy.
Se le acerca por detrás y se embriaga con el perfume que emana la joven de rizos dorados. Apoya su mano en su hombro y prepara sus armas. La rubia se da vuelta y no sólo la cola estaba buena, sino que acompañaba una buena delantera y unas piernas preciosas. Ni bien terminó el scanner de abajo para arriba, Javier se concentró en su rostro. La cara perfectamente delineada, unos labios carnosos para interminables besos y unos ojos azules profundos completaban la cabeza de esta Barbie. Ese vestido escotado y blanco hacia agradecer a las 50 luces negras que tenia el lugar.
Ella sonríe y le dice un tímido “hola”. Javier apoya su brazo en la barra inclina su cuerpo hacia ella y con una voz seductora le dice:
“Hola… veo que tenes sed, que tomas?”
La rubia rie y juega con su pelo enrulandoselo y con voz juguetona le pide un daikiri de frutilla. Javier, que sabe por demás cómo seguir el juego, asiente con la cabeza. La mira, la observa de una manera tan deseosa que a ella le brillan sus ojos lujuriosos.
Javier llama al barman. Le tira 200 pesos y le dice:
“Para ella, un Daikiri de frutilla…”. Hace una pausa mirándola a los ojos, completamente seguro de si mismo, porque él es Javier, el rey de la noche. Se acerca a sus labios tomándola de la cintura mientras ella se derrite frente a él. Justo antes de humedecer su boca, Javier le saca la cara y le dice al barman:
“… A mi no me haces un licuado de banana? Con leche y azúcar por favor”
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